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Primera Fundación de Clarisas Capuchinas en México 68

Ya llegó la hora de que Dios dispusiese llegásemos a vernos en un rinconcito a solas. Fue sábado, a 29 de mayo (de 1.666, a la ocho de la noche, acompañándonos el cabildo, los virreyes con la música de la catedral. Cantaron el “Te Deum laudamus”. Aisistieron dos oidores, alcaldes de corte, y lo más lúcido que asisten en el Acuerdo con sus excelencias… Estarían como una hora y, luego, el virrey y la virreina con el señor deán mandaron salir a todos. Y el deán nos puso la clausura. Y cerramos nuestra puerta y torno, que todo está junto”.

                                                                                Sor María Felipa a sor Victoria Serafina.

                                                                                                        México, 26 junio 1.666.

Esperanzadas llegarían las fundadoras a las nuevas tierras, pensando que, después del trabajoso viaje, sosegarían sus vidas en la soledad de su nuevo convento. Ellas ignoraban que en México, se iban a encontrar sólo unas casas medio caídas y ruinosas, las cuales, con las rentas de 9.000 pesos, constituían todo el legado disponible para la nueva fundación capuchina. Imposible instalarse en ellas ni hacer nada con ellas con las pocas rentas y además su censo. Los virreyes y albaceas del legado decidieron por lo pronto acomodar a las fundadoras, provisionalmente, en el opulento convento de la Concepción, como ya dijimos. Ocho largos meses permanecieron en él, hasta que se pudo conseguir dar a las casas legadas alguna forma de convento.

Casas, algún día, principales de doña Isabel de la Barrera, y su esposo el capitán don Simón de Haro, y que sin duda fueron entonces morada digna de tan acaudalados esposos, Isabel, ya viuda en 1 de octubre de 1.659, y cerradas desde entonces a cal y a canto, desatendidas por los albaceas, no se tenían en pie cuando llegaron a México las fundadoras y en estado tan lamentable era imposible habitarlas. Fray Alonso de la Barrera, albacea testamentario y hermano de la patrona, tomó con empeño el rehacer aquellas ruinas y habilitarlas para convento. Las monjas, encerradas en clausura ajena, no podían ver la marcha de las obras de su futuro convento; sin embargo, fray Alonso de la Barrera todo lo consultaba con ellas y así se iban haciendo las cosas, según requería la santa Regla y el estilo de vida capuchina. Los días se hacían largos y las previsiones de poder estar en su convento “en pasando Pascua” no fueron posibles.

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