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Primera Fundación de Clarisas Capuchinas en México 57

Ante las monjas se extendía un valle ancho y verde, sólo roto por múltiples extensiones de agua, que alternaban con la vega. Las montañas rodeaban todo en abrazo perpetuo. El lago Texcoco, de 72KMS, de circunferencia, acogía en sus orillas a numerosos pueblos y villorrios. La capital virreinal, la ciudad de México, se hallaba ubicada en una isla del lago. Tres calzadas unían la ciudad, con tierra firme. La calzada de occidente medía unos dos kilómetros y medio de longitud; la del norte, aproximadamente tenía unos 5kilómetros; y, la más larga de ocho kilómetros, unía la ciudad con tierra firme por la parte sur. La ciudad erra espaciosa. Sus calles, restas y anchas. Hasta seis coches podían ir de frente por ellas. Las casas bajas pero imponentes, a menudo rodeadas de jardín. Las portadas, ventanas o balcones fueron siempre de cantera blanca llamada chiluca, contrastando con el color rojizo del tezontle -palabra náhuatl- que se usaba para los muros, bien en similares o desmenuzado en mampostería. Era, pues, México, una ciudad en rojo y blanco.

Una población variopinta la habitaba: familias españolas y criollas, que moraban en el centro urbano; indios, negros y mulatos, que se hacinaban en los barrios periféricos. A cualquier hora del día una muchedumbre abigarrada y gesticulante deambulaba por las avenidas. Unas, eran caminos adoquinados o de tierra aplanada; otras, mitad tierra mitad acequia. Por estas avenidas, de tierra o de agua, las gentes se desplazaban en coches, en cabalgaduras, a pie o en lanchones de formas diversas. Por las vías de agua entraban a la ciudad, en chalanas y canoas, los productos de las tierras circundantes: pan, carnes, pescado, caza, leña, forraje. Mientras que por las calzadas, gran número de mulas sorteando mil dificultades llevaban hasta el mercado las pesadas cargas de maíz, azúcar y otras provisiones. La ciudad, sin embargo, resultaba sucia y maloliente. Estas vías de aguas estancadas, densas, turbias y poco profundas, eran la cloaca de la ciudad y los más variados desperdicios de una población ya numerosa se arrojaban a ellas. No obstante, largas canoas de fondo plano, casi escondidas bajo ramos de flores de suaves fragancias o cargadas de las frutas multicolores de la tierra, se deslizaban sobre las aguas pestilentes hasta los mercados. En algunas fiestas especiales, barcazas mayores, engalanadas con guirnaldas y bandoleras, transportaban a lo mejor de la sociedad, incluso a la familia virreinal, por estas acequias a los lugares de esparcimiento y recreo.

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